La misma izquierda que recibió al
Papa de uñas y lo acusaba de colaborar con la dictadura argentina habla ahora
de revolución en la Iglesia, de giro copernicano, de un antes y un después de
Jorge Mario Bergoglio.
La
derecha que se apresuró a defenderle en los primeros días de pontificado ya
empieza a mirar de reojo a un Papa que defiende el laicismo del Estado, reniega
del capitalismo salvaje y hasta se muestra comprensivo con los homosexuales.
La
derecha católica tradicional está descolocada y la izquierda laica, con ese
oportunismo tan marca de la casa, se apresta a empadronarse del pontífice.
El ultracatolicismo, mientras intenta encajar el golpe, o amortiguarlo al menos, se aventura a asegurar que se trata de un cambio de estilo pero no de
doctrina. Suena más bien a ejercicio voluntarista.
La
izquierda ultralaicista, como el nacionalismo, sabemos que es insaciable y ninguna reforma
en el seno de la Iglesia Católica le parecerá suficiente. Las reseñas amables
en el periódico global de referencia no verán el otoño.
Sánchez
Dragó, de profesión sus extremos, pero cuya verdadera vocación es la de conductor suicida, ya ha arremetido contra el Papa argentino, al que considera
populista y demagogo, un cruce de Stéphane Hessel y Juan Domingo Perón.
El
rojerío en general, y el lobby gay en particular, por su parte, exigirán a Bergoglio lo que no reclaman de
Evo, el del pollo amariconador, ni de Maduro, el viril representante de Chávez en la tierra.
No
se lo van a poner fácil al Papa argentino ni los unos ni los otros, aunque
tengo la sensación de que Francisco les va a dar muy malas tardes a los
sectarios de ambos bandos.
En
España a Chaves Nogales, que tenía eso tan poco común que se llama criterio
propio, lo quisieron matar con el mismo empeño los falangistas y los milicianos.
Yo
que Francisco recuperaba los cristales del papamóvil y le hacía probar el
desayuno al Secretario Bertone.