Es paradójico –o, a lo mejor, no
tanto- que el enésimo ataque terrorista del islamismo radical se haya producido
en una calle de París dedicada a Voltaire.
El
escritor francés, autor de un celebrado tratado sobre la tolerancia, ha pasado
a la historia con merecida fama de combatiente contra las injusticias y las
infamias del fanatismo clerical, cuyo máximo representante en este peligroso
principio de siglo es el autoproclamado califa del Estado Islámico Al Baghdadi.
El siglo XXI se ha convertido en el escenario
temporal de la última guerra de religión, que amenaza con llevarse por delante
lo que queda de una civilización occidental caracterizada por la libertad de
acción y pensamiento.
Pero
en lugar de escuchar una discusión racional sobre cuál es el mejor medio de
contener y derrotar el fanatismo religioso uno presencia el mutuo refuerzo de
dos variedades de la misma histeria: el ataque yihadista vuelve a conjurar el
fantasma manchado de sangre de los cruzados.
No
hay más que echar una ojeada a los libros de Historia para constatar una verdad
pavorosa: la religión mata.
Todos
los grandes credos, cuando han tenido la fuerza suficiente, se han ocupado de
silenciar o ejecutar a quienes los han puesto en duda (lo que, paradójicamente,
es una muestra de su debilidad).
Sería
conveniente, además, que no olvidáramos que la necesidad de prohibir y
censurar, de acallar a los disidentes, de condenar a los distintos y de invocar
una salvación exclusiva representa la esencia misma del totalitarismo.
Ya
advirtió Hitchens que hasta en su modalidad más sumisa la religión tiene que
reconocer que lo que está proponiendo es una “solución total”, según la cual la
fe debe ser hasta cierto punto ciega y en la que todas las facetas de la vida
pública y privada deben estar sometidas a la revisión permanente de una
instancia superior.
Es
cierto que son muchos los sacerdotes y rabinos –imanes, bastante menos- que han
colocado el humanismo por encima de sus propias doctrinas o credos. Pero esto
es un piropo para el humanismo, no para la religión.
El
verdadero creyente es incapaz de descansar hasta que todo el mundo dobla
la rodilla. Los tres asesinos del ISIS eran, con toda probabilidad, los
creyentes más sinceros que había la noche del viernes en la sala de conciertos
parisina, lo que quizá nos sirva para reflexionar sobre las ventajas morales
que supuestamente poseen las personas de fe sobre el resto de los mortales.
Imaginemos
que alguien asesina a sus hijos y luego dice que Dios, o Alá o Yahvé le ordenó
hacerlo: sería inmediatamente puesto a disposición judicial o ingresado en un
psiquiátrico. Pero si esto mismo se predica al amparo de una religión
establecida lo que se esperará de nosotros es que lo respetemos. Piensen, por
ejemplo en Abraham, parricida en grado de tentativa, al que los tres
monoteísmos tienen, literalmente, en un pedestal.
Entre
los barandas de la cosa religiosa no suelen, además, pisarse la
manguera.
Cualquiera
habría imaginado que la fatwa dictada por Jomeini contra Salman Rushdie,
un individuo solitario y pacífico que llevaba una vida dedicada a la escritura,
habría suscitado una condena generalizada. Pero no fue así. El Vaticano, el
arzobispo de Canterbury y el principal rabino sefardí de Israel mostraron
unánime simpatía… ¡por el Ayatolá!
El
Papa Francisco, siempre del lado de los débiles, acogió con una preocupante
enmienda parcial la respuesta sangrienta del ISIS a los ataques al Islam
de los dibujantes de Charlie Hebdo.
Los
excesos de la religión no pueden combatirse con más religión ni con excesos religiosos de otro signo: lo que
Europa necesita es recuperar el espíritu ilustrado gracias al cual París le
dedicó a Voltaire un bonito bulevar donde, hasta que lo impidieron los fanáticos,
abría todas las noches un magnífico teatro.